El mar es seductor. El mar es un complejo de sugerencia. El mar es como una cuna en la que Cádiz se mece siempre, sea con susto, sea con todo amor, así lo define Juan Egea.
Él aprendió a amarle con todo el alma en
El sugestivo mar de
Cádiz “costa de la luz y última de la tierra”, se entregó amorosamente en los brazos del mar, por cuanto éste era su vida.
Los atunes, la gran afición de los gaditanos, los que hacían que éstos vivieran más en la mar que en tierra firme, entre cenagales y bajos llenos de hierbas marinas descubiertas por innumeras crecientes y menguantes, aparecían grandes manadas de esta clase de peces, que se pescaban sin necesidad de redes con sólo arpones, y que dieron origen de la fundación de sendas pesquerías y talleres de salazones que cobraron fama por el mundo conocido, sus huevas y hasta de sus colas, convenientemente salados y adobados dentro de de barriles, constituyeron una buena granjería para paladares exquisitos.
Hipócrates los da como medicinas para la hidropesía causada del bazo. Cádiz honró a los atunes de forma que hasta en sus monedas figuraban con tanta devoción como el templo de Hércules.
Desde que los fenicios del mar Bermejo bajaron hasta Cádiz se les inculcó a los gaditanos el muy honroso ejercicio de navegar, llegando a ser los mejores marineros de aquellos tiempos.
En alas del comercio surcaron las que llevaban a las rutas del Mediterráneo. También conocieron las que llevaban a las Islas del Estaño, cuyo secreto procuraron guardar celosamente. Pero su afán más sentido fue desvirgar el misterio del Océano impresionante que anonada por su infinitud, tan lleno de sombras.
Por ello, en Cádiz prosperaron señaladamente las fábricas de navíos y los arsenales para la carena de los mismos.
Y así los gaditanos se lanzaron a la conquista del mar con sus grandes y pequeños barcos que llevaban un caballo como mascaron de proa; la insignia tan admirada, de la que se tuvo conocimiento hasta en las aguas del Indico, después de doblar el cabo de Buena Esperanza; la insignia de la que gustaron también los abismos atlánticos.
Cádiz se volcó a favor de los navegantes por su espíritu intrínsecamente marineros; dando seguridad a la entrada de su puerto señalizado y, en especial, por las noches, con la torre famosa del islote de San Sebastián, con plétora de luminarias y hachas de viento, para alumbrar el camino a los pilotos de todos los países.
En el mar antiguo se miro Cádiz con delectación. Supuso su más apasionante signo de vida. La pesca, el anhelo de nuevos horizontes, el embrión de las factorías navales. En el mar de
También se comprende su tragedia, como víctima propicia de las olas imponentes que arrasaban el trabajo de siglos de toda una población, llegando hasta la destrucción de la ciudad.
Una contingencia que nos hace recordar la afirmación de los antiguos de que los fuertes vientos, azote Cádiz por la banda de vendaval, levantaban tantas espumas que revolando sobre el poblado parecía éste naufragado entre las aguas.
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