lunes, 22 de diciembre de 2014

CÁDIZ Y JULIO CESAR

                                                                  Busto Julio Cesar


Julio César, a lo largo de su vida, vino a España en cuatro ocasiones diferente: las dos primera, por razón de su cargo; las otras dos, porque así se lo aconsejaron las circunstancias de la guerra. En cada una de esas ocasiones, César, por uno u otro motivo, estuvo en la ciudad de Cádiz.
Su primera visita fue en el año 68. César comenzaba por entonces su carrera política. Acaba de ser elegido cuestor y destinado a la provincia meridional de Hispania, a la Ulterior. Puesto a las órdenes de su gobernador, éste le encargó que recorriera las comunidades para, en su nombre, administrar justicia. Como no se podía obligar a todos los justiciables a desplazarse hasta Córdoba, que era la capital por esos años, el promagistrado viajaba periódicamente a un cierto número de ciudades, en las que celebraba sus audiencias para los habitantes de una zona próxima.

Durante su recorrido, César se puso en contacto con los gaditanos, ya que Gades era una de esas ciudades donde se celebraban las audiencias.

Entre los personajes importantes que le fueron en aquella oportunidad presentados, destaría sobre todos un joven perteneciente a una familia más influyentes de la ciudad, y que, por su participación en la guerra contra Sartorio, habíale sido concedida por Pompeyo la ciudadanía romana. Se refieren, al mayor de los Balbos, quien a partir de la concesión, y según la costumbre, había adoptado un nombre romano, el de Lucio Cornelio, y, por su fortuna, admitido en el orden ecuestre. Desde su primer encuentro, se entabló entre ellos una amistad que llegaría a hacerse con el tiempo más estrecha e íntima. Y es posible que ya en ese momento ambos hombres se emplazaran a comprender mutuamente y a adivinarse en sus respectivos intereses. César, con toda seguridad, se daría cuenta de la ayuda que el gaditano, por su riqueza y capacidad de gestión, podría prestarle en el futuro. Balbo, a su vez, la que el romano, por su nacimiento y relaciones, podría brindarle en vista a la ampliación del área de sus negocios.

En la vieja Gades, cargada de ricas tradiciones, existían varios santuarios consagrados a distintas divinidades. El más importante, era sin duda el Templo de Hércules, el originariamente dedicado al Nelqart tirio y que estaba situada en la parte más meridional de la isla mayor, a unas doce millas de la propia ciudad y donde hoy la pequeña isla de Sancti Petri.

Julio César, durante este su primer viaje a las islas gaditanas, no quiso dejar de acercarse al famoso templo para conocer. Antes que él, y desde época muy remota, lo había visitando muchos viajeros, entre los que se contaban personajes ilustres. Era para él, además, visita obligada por razones muy personales. Sabia que Alejandro Magno, al que todo admirador, antes de emprender la conquista de Tiro había querido ir a su santuario de Melqart para ofrecer sacrificios a este dios de quien el macedonio creía descender. Quizás supiera también César que el otro Magno Pompeyo, su Alejandro más próximo, había visitado el templo gaditano cuando estuvo en la provincia. Y él mismo, hacia ya algunos años, había escrito una pequeña obra poética en honor de su dios, la titulada “Elogio a Hércules”.
Lo que se cuenta que le sucedió a Julio César cuando visitó el célebre templo de Gades es que al ver una estatua del gran héroe griego que se encontraba allí erigida, como avergonzado de su inactividad, se había echado a llorar, lamentándose de que a la edad en que el macedonio había ya conquistado un gran imperio, él no había hecho todavía nada digno de memoria. La contemplación de aquella estatua, acaso un original de Lisipo y enmarcada por el impresionante escenario del santuario, debió de significar para este joven romano de extraordinaria emotividad el toque final de una crisis que vendría gestando en su alma desde muchos años atrás.

Como síntoma claro de su nuevo estado de ánimo, con entusiasmo, y preso de un incontenible deseo de actuar, pidió inmediatamente, nada más volver a Corduba, que se relevase de su cargo. Quería marcharse cuanto antes a Roma donde pensaba hallar las oportunidades de mayores empresas.

Julio César no volvió a España hasta el año 61. y lo hizo con ocasión de su primera promagistratura. Después de haber sido pretor en Roma, le había correspondido de nuevo la provincia Ulterior, auque ahora, y como era lo normal, para ocupar su puesto más importante, el gobernador, y en calidad de procónsul.

A César, desde un punto de vista personal, su cargo podía resultarle de gran provecho para su carrera política. Su próximo objetivo era, naturalmente, el acceder al consulado, única manera de entrar en el círculo de los verdaderos príncipes civitatis, deseaba conseguirlo cuando antes, a ser posible en su año, primero en que podía ser elegido, y que coincidía, precisamente, con la terminación de su mandato, la mejor forma de obtenerlo era volviendo a Roma envuelto en la gloria del triunfo, y con los fondos suficientes para poder gozar de cierta capacidad y autonomía financieras, algo tan esencial en las luchas políticas de su tiempo.

La provincia que le había tocado en suerte se prestaba muy bien a sus propósitos, Roma, pese a que sus legiones llevaban siglos y medio en la Península, aún no había podido completar la conquista de los territorios ibéricos noroccidentales.

Animado, pues por este proyecto, nada más llegar a corduba y sin querer ocuparse de otros menesteres que pudieron distraerle de su principal objetivo, César comenzó enseguida a preparar sus tropas. De modo que a los pocos días había ya completado su ejercito y partido, quizás después de haberse acercado hasta el Templo Hércules de Gades para rogar a los dioses por el éxito de su empresa, a la cabeza de sus legiones camino de Lusitania.

En el curso de la campaña, César expidió correos a Gades ordenando a sus habitantes que le enviaran una flota con la que poder poner fin a la desagradable situación en que le había puesto un grupo de lusitanos que, huyendo de él, se había refugiado en una pequeña isla cercana a l costa atlántica. Por el tipo de tratado que mantenía con Roma, Gades estaba obligada, entre otras cosas, a suministrar a sus aliados las tropas y los navíos que en cualquier momento éstos necesitaran.

Es posible que Cornelio Balbo, amigo del gobernador como se sabe, no fuera ajeno a estos preparativos, y que incluso formara parte de la expedición, era un buen conocedor del terreno y experto navegante, podía ser gran ayuda en la dirección de las operaciones.

Días más tarde de flota se hallaba ya a disposición de César. Por lo que éste sin más pérdida de tiempo, pasó a la isla y, sin combate, ya que se encontraban agobiados por la flota de recursos y de provisiones, redujo con facilidad a los rebeldes. Aprovechando los navíos que tenía en su poder, embarcó de nuevo a su ejército y mandó que pusiera rumbo norte, hacia las costas de los casi desconocidos galaicos. Navegando por las mismas singladuras que siguieron desde siempre los experimentados comerciantes del Suroeste, fue César a la conquista de un territorio nuevo y enclavado en lo que constituía la zona de expansión natural de su provincia.

De regreso a Corduba, César se dedicó a resolver los asuntos que dejara pendiente por razón de su campaña. Entre las personas que le asistieron en su tarea, es muy probable que se hallara Cornelio Balbo.  Por su capacidad y buen sentido, el gaditano, quien a raiz del episodio naval quizás fuese nombrado por primera vez praefectus Fabrum, se estaba ya convirtiendo en uno de sus hombres de confianza. Así que debió de ser por su intervención, estaba al igual que otras provinciales influyentes, interesado en participar con plenitud del mundo nuevo que Roma le ofrecía, por lo que los habitantes de Gades vieron durante estos meses de gestión de César, cómo se iniciaba la modificación de sus costumbres más ancestrales. La asamblea de la ciudad había decidido que algunas de sus leyes internas, ya anticuadas y bárbara, fuesen abolidas de su constitución. Era conveniente que gades acabara de adaptarse por fin al estilo de vida romano, más moderno que el suyo y llamado a imponerse en toda la cuenca mediterránea.

Se desconoce el carácter específico de las leyes, no obstante es posible que una de ellas se ocupara de prohibir una costumbre que, al parecer, existía en la ciudad, y que estribaba en quemar vivos a ciertos condenados a muerte, y otra estuviese destinada a prohibir también los sacrificios humanos, tan habituales éstos entre muy diversos pueblos del mundo antiguo, incluidos algunos ibéricos, y que, estando como estaban tan vinculados a la religión feno-púnico, no es de extrañar que se realizaron igualmente en Gades. Sobre todo el llamado sacrificio molk, consistente en inmolar niños a los dioses.

Desde el momento en que estas leyes se promulgaron la ciudad, en su conjunto y públicamente, abandonaría unas prácticas tan poco acordes con los gusto de Roma.

La tercera vez que Julio César vino a España fue en el año 49, después de haberse hecho con Italia en pocos días y de haber decidido que era mejor invadir la Península Ibérica que perseguir a Pompeyo, que había embarcado en Brundisium rumbo a Grecia.

Mientras César se enfrenta en el Sagre el puesto del ejercito pompeyano, Marco Terencio Varrón, legado de Pompeyo en la Ulterior, tomaba en su provincia las medidas militares y policiales, encaminadas a frenar a los filocesarianos que en ella residían. Como era de esperar, Gades se vio particularmente afectada por estas medidas. Se sabe que se le impulso, junto a una guarnición formaba por seis cohortes, la autoridad de Cayo Galonio, hombre de confianza del legado; que se le ordenó construir diez navíos de guerra; que se trasladó a ella el tesoro del Templo de Hércules y que todas las armas, tanto públicas como privadas, se depositaron en csa del mencionado Galonio.

Cuando supo que el ejercito del Segre había sido forzado a capitular, Varrón, sin perder de vista que era preciso retener lo más posible a César en la Península al objeto de dar a Pompeyo el suficiente tiempo para que pudiera reorganizarse en Oriente, decidió, mejor que presentar batalla a su enemigo, retirarse y hacerse fuerte en algún punto inexpugnable de su territorio. Para ello, pensó en trasladarse a Gades con sus dos legiones y concentrar allí los navíos que había mandado construir y todo el grano que había logrado almacenar.

Su plan no era tan malo, asegurada la fidelidad de sus tropas con buena paga y buena alimentación, en el concilum que se celebró poco más tarde, y no mucho después de que el legado se entregara a la merced de César, este dio las gracias a todos los que de alguna manera le había facilitado las cosas. A los gaditanos, expresamente, por haber desbaratado con su conducta los proyectos de su adversario. Y, haciendo honor a la magnanimitas que el se esperaba, condonó las contribuciones impuestas por Varrón y restituyo los bienes confiscados, al tiempo que concedía honores a algunas y llenaba de buenas esperanzas a los demás.

Tras haberse detenido un par de días en Corduba, César salió para Gades. Tenía la intención, aparte de la esperar allí la llegada de su lugarteniente Casio Longino, a quien pensaba poner al frente de la provincia, y de embarcase después rumbo a Tary tanto que llegan  y son  tan inoportunos, que joden un montón! Tarraco, la de resolver algunos otros asuntos, uno de los cuales era incluso de carácter muy particular.

Una de sus primeras medidas consistió en ordenar que el tesoro y los exvotos del templo de Hércules fueran devueltas a sus sitio. Encontrándose tan cerca del famoso santuario, con el que se sentía además ligado por tanto motivos, no quiso desaprovechar la ocasión para que le interpretaron un sueño que había tenido a comienzos de aquel mismo año, exactamente la noche que precedió al paso del Rubicón, durante aquellas horas difíciles en que tuvo que tomar la decisión de levantarse en armas contra el gobierno senatorial.

Hallándose como se hallaba ahora en Gades, y disponiendo de unos cuantos días de descanso, los primeros desde que comenzaron la guerra.

Así, que César, con este propósito, se desplazó al santuario, y allí los sacerdotes le explicaron que su sueño era un presagio de que alzaría con el imperio de las tierras del orbe.
Del mismo modo que los sacerdotes de Delfos, hacia ya muchos años, vaticinaron a Junio Bruto que inauguraría la República de Roma, la nueva madre de Occidente frente a la vieja madre oriental, los de Gades ofrecían ahora a Julio César, augurándole tan gran poder, nada menos que un gobierno absoluto sobre todo la superficie de la tierra, la posibilidad de abrir un nuevo camino, de inaugurar una nueva madre, una madre que abarcara tanto a Roma, la madre occidental de Bruto, como a la antigua madre de Oriente.

El sacerdote del Herakleion, consciente de la realidad política y de los tiempo que habían de venir. Adelantándose así a los hechos, se garantizaba el agradecimiento y el apoyo del hombre que, por su previsible triunfo final, estaba llamado a ser el dueño del mundo y, por lo tanto, el mejor fiador imaginable del bienestar de la ciudad de Gades, o más apropiadamente, de su oligarquía comercial, que era la que suministraba de entre sus miembros el personal del templo.      
Agradecido por el vaticinio que se le acabada de hacer, y en parte correspondiendo a la fidelidad que había demostrado a su persona al impedir que Varrón pudiese materializar sus planes de resistencia, César recompensó a Gades concediendo la civitas romana pleno iure, a todos sus ciudadanos. Esta medida, tres meses más tardes y estnda ya César en Roma, sería ratificado por el Senado.
Desde ese momento, los gaditanos comenzarían a organizarse de acuerdo con su nueva situación y en orden a recibir el ius municipales.

Las tradicionales suffetes se convertirían pronto en quat-tuarviri, los magistrados habituales de los nuevos municipios romanos a partir de la Guerra Social, y el típico senado semita, en la curia municipal propia del mundo romano. Y no mucho tiempo después, Gades funcionaría ya, plena y jurídicamente, como el municipium de derecho romano que era, César estuvo siempre bien dispuesta a conceder privilegios jurídicos y a extender la civitas a las provincias, actitud que le supuso, en más de una ocasión, ganarse el reproche de los conservadores. Se había echo conferir la ciudadanía romana a todos los habitantes de la Cisalpina. En el caso de Gades, no hacía sino continuar con dicha política, a la vez que dejaba bien claro que estaba decidido a premiar con el derecho de ciudad a sus aliados más activos. La ciudad había demostrado siempre ser una fiel aliada de Roma, muy especialmente a lo largo del presente siglo de lucha, durante las cuales había aportado a la causa gubernamental muchos recursos, tanto materiales como humanos, poniéndose abiertamente de su lado, Gades convertía a César en el heredero de esa fidelidad tanto tiempo mantenida ala legalidad romana. No podía dejar de recompensar el comportamiento de los ciudadanos de Gades.

César tuvo en cuenta a la hora de conceder la civitas a sus habitantes, a más de las razones señalados a las que podían añadirse incluso algunas de índole personales, como el buen recuerdo que de la ciudad tenía de su cuestura y de su etapa de gobernador en la provincia, o como la íntima amistad que profesaba a la familia de los Balbos.

Desde un punto de vista militr, a César le interesaba conserva a todo trance la fidelidad de una plaza que, en caso de oponérsele y bien protegida por tierra y por mar.

La existencia de un foco enemigo en un lugar como la isla gaditana, tan distante, bien defendida y en el fondo de la bolsa occidental, no podía acarrearle más que consecuencia muy graves, como así lo había visto claramente Varrón cuando planeara resistir encerrada en ella.

Desde el punto de vista económico, la ciudad era un magnifico y activo puerto. Su grupo social más diligente, el de los grandes comerciantes, poseía un considerable poder financiero, y a César le interesaba, lógicamente, mantenerlo a su lado.

Con la civitas, estos hombres del dinero, además de los privilegios que les facilitaba su promoción política, recibían otros de carácter económico que, al permitirles actuar legalmente en el ámbito de la romanizad, les compensaban de la pérdida sufrida de su monopolio nordatlántico a partir de la conquista de las Galias. En pago de su gesto, la banca gaditana. En más de una ocasión y por medio de Cornelio Balbo, apoyaría en adelante con sus fondos la causa política de César.

La última visita de Julio César a España fue también por razón de la guerra. La Hispania Ulterior, la provincia que poco antes se le entregaba sin luchar se había rebelado. César salió de Roma a finales del año 46 para emprender la que sería su última campaña. También, ésta se resolvió, después de una prolongada guerra de posiciones entre Corduba y la llanura de Munda, en una decisiva batalla, que tomó su nombre y que se libró el día 17 de marzo del 45.

Tras la toma de Corduba y de Hispalis, César se acercó hasta Gades para recibir personalmente de ella la confirmación de su fidelidad. La ciudad en efecto, había permanecido de su parte a lo largo de todo el conflicto y su puerto había servido de base de operaciones a su puerto había servido de base de operaciones a su escuadra desde que ésta, al mando de Didio, arribara a la Península procedente de Cerdeña.

Esa lealta, sin embargo, no sería óbice para que César reclamara ahora a los gaditanos una buena parte del dinero atesorado en el Templo de Hércules.

Necesitaba, por lo visto, abundantes fondos para financiar una campaña que venía preparando desde hacia varios años, la campaña contra (los partos)  los puertos.

                 
                                              Fuente a Lucio Cornelio Balbo en Cádiz

(Libro Cádiz en su historia por Manuel Ferreiro López) de la Biblioteca José Celestino Mutis

jueves, 4 de diciembre de 2014

La identidad cultural de Cádiz

La identidad cultural de Cádiz, los cuales se ven confirmados en ese paralelismo que se aprecia entre sus dos ciclos históricos de exuberantes prosperidad: el de la Gades fenicia, púnica y romana, y el Cádiz, “Emporio del Orbe”, puerta de un nuevo mundo.

Situada la isla de Cádiz al suroeste de la península Ibérica de la que sólo le separa un estrecho brazo de mar; entre dos continentes, Europa y África; entre dos mares, Mediterráneo y Atlántico, su privilegiada situación marítima la convirtió en encrucijada por donde, en son de paz o en son de gueraa, pasaron o tomaron asiento los principales pueblos que forjaron la cultura de Occidente.

Al valor estratégico de su situación se suma su peculiar estructura geográfica. Con el topónimo “Isla de Cádiz” se hace referencia a un archipiélago formado por tres islas, las Gadeiras. En la más pequeña y más occidental establecieron los fenicios un poblado que por estar cercad o recibió el nombre de Gadir. Un canal de unos 180 metros de ancho separaba en la Antigüedad esta isla de otra estrecha faja de tierra de unos 18 kilómetros de longitud a la que los griegos dieron el nombre de Cotinusa, por la abundancia que había en ella de acebuches u olivos silvestres. En el extremo de esta segunda isla, y casi perpendicular a la misma, se hallaba otra tercera, la más fértil, la más extensa y la más próxima a tierra firme, a la que en la antigüedad clásica se cita con el simple nombre de “Isla”, topónimo que aún perdura en el lenguaje popular.

En el arco que formaban estas tres islas cerrando la bahía y, sobre todo en el canal que separaba las dos más occidentales encontraron los navegantes del “Mare Nostrum” un refugio bien protegido de los embates de ese mar ignoto y misterioso que fue para ellos el océano Atlántico; también un punto de partida privilegiado para sus más audaces aventuras náuticas; aventuras que dieron origen al nacimiento de la historia gaditana, al ser identificada Gades en las fuentes literarias clásicas con el mítico Tartessos. Una identificación que, a pesar de los abundantes testimonios que nos ofrecen estas fuentes, no es aceptada por todos los historiadores modernos, como tampoco hay unanimidad entre ellos en reconocerle a Cádiz ese pasado trimilenario del que se honra.

Durante el dominio fenicio, en el extremo oriental de la Cotinusa se alzó el templo al dios Melkart, asimilado más tarde al Hércules tebano; santuario al que los historiadores modernos le vienen asignando un papel cada vez más importante en la obra colonizadora fenicia, no solamente por las riquezas en él acumuladas, sino también porque pudo ejercer el derecho de asilo y servir de estrecho vinculo entre la metrópolis y sus colonias.

La destrucción de Tiro Por el ejercito asirio en el año 564 a. C. dejó desamparados a los gaderitas, quienes ante el acoso de los pobladores de tierra firme pidieron ayuda a Cartago; un dominio que no borró culturalmente en Gadir sus raíces semitas, diferenciándose de otros asentamientos púnicos del Mediterráneo. Raíces semitas que se alimentaban de la solidez y esplendor del culto a Melkart, convertido en el período cartaginés en el dios tutelar de la familia Barca. 

En el año 206 a.C. Gadir pactó con Roma y se convirtió en ciudad federada, lo que le dio derecho a conservar sus propias leyes, sus magistrados, moneda e idioma. Un papel decisivo en la romanización de Gadir jugó Julio César, quien siendo cuestor visitó esta chancillería. Aquí, en Gades, en la cueva de la Venus Marina, según sus biógrafos le fue interpretado el sueño que le vaticinó su gloria futura y aquí, en Gades, nació también su amistad con la familia Balbo, a la que colmó de honores y privilegios, honrando también a todos los nativos de Gades con el derecho de ciudadanía, los primeros en disfrutarlo por nacimiento en el imperio romano.

En el año 48 a.C. Gades fue ya convertida en municipio y sin etapas intermedias pasó de una organización fenicia a la estructura política romana, siendo integrada su oligarquía al estamento de Caballeros. La ciudad agradecida a César tomó el nombre de “Augusta Urbs Julia Gaditana”. La Gades romana conoció a partir de este momento un periodo de gran impulso comercial y desarrollo demográfico. Quedó pues Gades convertida en un puerto activo y con una población tan estrechamente vinculada al mar que bien se puede decir que hasta el caballo andaluz se hizo en Gades marinero, pues sobre caballos, “hippoi”,  cabalgaban los gadeiritas para surcar las olas, siendo privativo de ellos el llevar la cabeza de un caballo como mascarón de proa. Un carácter marinero que unido a su cosmopolitismo y espíritu comercial diferenciaron a Cádiz del resto de las poblaciones de la Baja Andalucía en cuya cultura, predominantemente rural, se tiende a integrarla.

El triunfo de la fe cristiana a inicio del s.IV. y su reconocimiento oficial como religión del Estado a fines de ese mismo siglo significó para Gades el inicio de su decadencia; un ocaso que en versos lloró el poeta Avieno.

Solamente el templo de Hércules se mantuvo erguido durante estos siglos de decadencia, desafiando a los vientos y a las olas y a la desolación de aquella que en otros tiempos fuera rica urbe; la destrucción del Heraklión a mediados del s.XII cerró este primer ciclo histórico de Cádiz para dar paso a un nuevo ciclo no menos glorioso, y no muy diferente, al nutrirse de las misma fuentes de riqueza, el comercio y la navegación.

Fue precisamente a mediados de este siglo XII cuando la “Yazira Qadis” del mundo árabe empezó de nuevo a cobrar importancia al intensificarse las relaciones comerciales entre los dos mares, Mediterráneo y Atlántico.

Aunque los acontecimientos de este último siglo de dominación árabe en Cádiz no nos son bien conocidos, se puede afirmar sin temor a errar que Cádiz en este período fue centro de continuos e importantes conflictos bélico, hasta que, conquistaba Sevilla por Fernando III en 1248, todas las ciudades de la Baja Andalucía, sabiéndose indefensas, se apresuraron a pactar con el rey castellano; entre ellas Cádiz.

Hemos de esperar, sin embargo, al reinado de su hijo, Alfonso X el Sabio, para apreciar el lento comienzo del resurgir de Cádiz; como otro Julio César, también él con sueños de gloria, valoró la situación estratégica de esta pequeña isla y vio en ella la llave que la abriría las puestas de África; y más legado sentimentalmente a Cádiz que lo estuvo su padre a Sevilla, quiso el Rey Sabio elevarla a ciudad de primer rango y en monumento que se conserva sus cenizas y perpetuara sus soñadas hazañas.

Respetando su carácter marinero repobló Alfonso X a Cádiz, no con hombres de tierra adentro, sino con bravos marinos del mar Cantábrico, sobre los cimientos del gigantesco teatro romano construyó una nueva ciudad en cuyo centro alzó una iglesia, la cual fue elevada al rasgo de catedral por la bula “Excelsum fecit” del 21 de agosto de 1263 bajo el patrocinio de la Santa Cruz, y en su cripta preparó su sepultura.

Pero ni los sueños imperiales del Rey Sabio se realizaron, ni él fue enterrado en Cádiz, ni Cádiz llegó a ser esa gran ciudad que soñara; durante dos siglos más volvió esta ciudad a sumergirse en la sombras de la Historia, hasta que en 1471 Enrique IV, deseando recompensar los merecimientos del conde de Arcos, D. Juan Ponce de León y de su hijo D. Rodrigo, concedió aquél el señorío de la ciudad de Cádiz y a ambos el derecho de titularse marques de esta ciudad; un dominio que se prolongó hasta 1492, año en el que pasó Cádiz y la Isla a depender directamente de los Reyes Católicos.

El descubrimiento de América y la intensificación de las relaciones comerciales con África revalorizaron nuevamente el valor estratégico de Cádiz. En 1493 le fue concedido el monopolio en el comercio con la Berbería, y el 25 de septiembre de ese mismo año la gran flota colombina en su segundo viaje partió de Cádiz.

Las grandes líneas del comercio con el Nuevo Mundo quedaron trazadas; un gran puerto, Cádiz, genoveses, venecianos, napolitanos, flamencos, franceses e ingleses se dieron cita en la recién trazada calle Nueva, con vascos y castellanos, sin otro interés que el de comprar y vender; el ahorro y austeridad de vida que el espíritu comercial conlleva, en Cádiz, sin embargo, cedieron el paso a la generosidad y a la magnifica; las casa gaditanas, de mármol, piedra y caoba, en una Andalucía de cal y ladrillo, fueron las más lujosas y mejor aderezadas de España. El Cádiz marinero, comercial y cosmopolita de antaño renació, pues, en este segundo ciclo histórico con exuberante prosperidad, mereciendo el sobrenombre de “Emporio del Orbe”.


Pero si la economía creció y la población se hizo cada vez más cosmopolita, ese aumento de riquezas y esa mezcla de culturas aceleraron el proceso de descristianización de la ciudad, en donde la tolerancia se tradujo en permisividad y las propias creencias quedaron sin raíces. 




LIBRO: La vida cotidiana durante la guerra de la independencia en la provincia de Cádiz (II) consultado en la Biblioteca José Celestino Mutis.