domingo, 9 de enero de 2011

La Ciudad de Cádiz

Alameda vista desde la Punta de San Felipe al fondo Baluarte de candelaria e Iglesia del Carmen


Cádiz tiene sus tres milenios bien cumplidos y se explica por su situación en el confín en que terminaba el mar clásico y comenzaba el Océano desconocido. Constituía una especie de meta de las empresas navales de la antigüedad, pues de este lejano Oeste corrían confidencia de que era muy feraz en tierras y muy rico su litoral en pescaderías.


Por eso los fenicios, tan aferrados a lo material, la mimaron tanto y seducidos por su encanto erigieron en su demarcación un monumental templo a Hércules, donde el dios tenía un simbólico olivo de oro con aceitunas de esmeraldas, siendo la terminación de la Vía Heráclea, tan transitada por el peregrinaje pagano. De tanta grandeza sólo quedan los bloques de piedra diseminados, entre los que despunta algunas que otra vez, un capitel o un trozo de columna, bajo el mar custodio, en los días de bajamar con aguas claras.



Durante la dominación romana Cádiz fue convento jurídico y por su categoría estuvo en posesión de las grandes obras prácticas del romanismo, presumiéndose incluso la existencia de una naumaquia. Todo se lo tragó el mar; sólo unas pocas lápidas, aparte del recuerdo imperecedero suscrito por los grandes escritores de la época, pregonan la gloria de la ciudad en la Corte de los Césares.



El rey Sabio estimó mucho a Cádiz, ya cumplido el séptimo centenario de su reconquista por el glorioso monarca. La rodeó de murallas con sus torres de atalaya, quedando como recordación los tres Arcos del Pópulo, de los Blancos y de la Rosa, pues lo demás sucumbió al furor del Atlántico proceloso, constante riesgos de la ciudad, o bien, engullido por construcciones más modernas.



Cádiz se abraza con Huelva en el alumbramiento de América, el mensaje de las dos orillas, y con ello su importancia se acreciente, pero al mismo tiempo la vida de la población es un continuo sobresalto. A fines del XVI los piratas ingleses, algunos con títulos nobiliarios, la asaltan y la incendian totalmente, perdiéndose para siempre las huellas de su historia grande.



La ciudad antigua, con calles estrechas y torcidas de traza medieval y casonas con escudos blasonados, es relativamente moderna. Y la ciudad nueva es un producto de la hegemonía española en América, debiéndose mucho a los siglos XVII y XVIII, cuando corría el oro por la capital y no había pobres, pues bullían los peruleros, y el afán aventurero y sobre todo marino se metía en lo más profundo de los corazones. Eran los tiempos en que cada español, sin distinción de clase, soñaba con una epopeya en las tierras transoceánicas, bien manejando las armas o haciendo labor de santidad.


La catedral de Cádiz, rica en mármoles, se ajusta a la severidad neoclásica. Y atesoro algo emociónate: la cruz de mano que se cree fue la empuñadura de la espada del Rey Sabio. Desde sus sótanos se oyen los ruidos pavorosos del mar estrellándose contra el acantilado, que sobrecoge. Muy cerca de la Basílica se encuentra la Catedral vieja sobre la mezquita de los árabes.



Cádiz es una ciudad alegre y le viene de antiguo, a pesar de las tremendas vicisitudes de su historia. En tiempo de Roma sus bailarinas tuvieron gran fama, siendo cantadas por los poetas y eternizadas por el mágico cincel de los escultores. Y esa alegría, una forma de ver y de vivir la vida, es el origen de sus fiestas típicas, coincidentes por lo regular con carnestolendas, en las que coros y chirigotas, dan a conocer los hechos más relevantes del año a sus conciudadanos y forasteros, con el aderezo de una sal especial, promoviendo gran regocijo, y más con los disfraces que utilizan de la vida real o fantásticos y con el pintorreado de las facciones.



Alegrías y bulerias, en las tabernas del puerto y de los barrios, en la noche redonda, con pescadito frito de sus freidurias y vino, mucho vino, en esta Cádiz flamenca que tiene rotulado un tramo de calle céntrica, muy próxima al muelle trasatlántico, con el nombre de un artista del cante jondo.



Antaño, desde el siglo XVIII, Cádiz estuvo rodeada de amplias y fuertes murallas que, además de su misión defensiva, servía de paseo a sus habitantes y para contemplar la llegada de las naves de los países lejanos.

El capitán barojino Santi Andía gustó de pasearse por ellas, en particular por aquellas desde las cuales se avistaba toda la bahía, en compañía de bellas señoritas gaditanas que todo lo esperaban del mar. Los majos, otra clase, eran los dueños de las murallas del mediodía.



Hoy las murallas se encuentran reforzadas con millares de bloques de cemento, para preserva a la Ciudad de los embates atlánticos.



Un bello paseo de circunvalación se asoma a la superficie salada. Merece la pena recorrerse. Y cunado sin prisas, después de haber pasado por el balcón de la Alameda y por el Campo del Sur observando la bella estampa del castillo de San Sebastián, se llegue a la playa de la Victoria, sobre la arena dorada, quizá por encima de piedras romanas de hace dos milenios. Hace pensar la hermosura extraordinaria de este conjunto, el autor le hubiera puesto el nombre de José María Peman al Paseo Marítimo de Cádiz, para que las letras síntesis tan esclarecidas personalidad estuvieran permanentemente iluminadas con la machadiana “Salada claridad” de “la señorita del Mar, novia del aire” tan amada por el poeta.


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