Busto Julio Cesar
Julio César, a lo largo de su
vida, vino a España en cuatro ocasiones diferente: las dos primera, por razón
de su cargo; las otras dos, porque así se lo aconsejaron las circunstancias de
la guerra. En cada una de esas ocasiones, César, por uno u otro motivo, estuvo
en la ciudad de Cádiz.
Su primera visita fue en el año
68. César comenzaba por entonces su carrera política. Acaba de ser elegido
cuestor y destinado a la provincia meridional de Hispania, a la Ulterior. Puesto
a las órdenes de su gobernador, éste le encargó que recorriera las comunidades
para, en su nombre, administrar justicia. Como no se podía obligar a todos los
justiciables a desplazarse hasta Córdoba, que era la capital por esos años, el
promagistrado viajaba periódicamente a un cierto número de ciudades, en las que
celebraba sus audiencias para los habitantes de una zona próxima.
Durante su recorrido, César se
puso en contacto con los gaditanos, ya que Gades era una de esas ciudades donde
se celebraban las audiencias.
Entre los personajes importantes
que le fueron en aquella oportunidad presentados, destaría sobre todos un joven
perteneciente a una familia más influyentes de la ciudad, y que, por su
participación en la guerra contra Sartorio, habíale sido concedida por Pompeyo
la ciudadanía romana. Se refieren, al mayor de los Balbos, quien a partir de la
concesión, y según la costumbre, había adoptado un nombre romano, el de Lucio
Cornelio, y, por su fortuna, admitido en el orden ecuestre. Desde su primer
encuentro, se entabló entre ellos una amistad que llegaría a hacerse con el
tiempo más estrecha e íntima. Y es posible que ya en ese momento ambos hombres
se emplazaran a comprender mutuamente y a adivinarse en sus respectivos
intereses. César, con toda seguridad, se daría cuenta de la ayuda que el
gaditano, por su riqueza y capacidad de gestión, podría prestarle en el futuro.
Balbo, a su vez, la que el romano, por su nacimiento y relaciones, podría
brindarle en vista a la ampliación del área de sus negocios.
En la vieja Gades, cargada de
ricas tradiciones, existían varios santuarios consagrados a distintas
divinidades. El más importante, era sin duda el Templo de Hércules, el
originariamente dedicado al Nelqart tirio y que estaba situada en la parte más
meridional de la isla mayor, a unas doce millas de la propia ciudad y donde hoy
la pequeña isla de Sancti Petri.
Julio César, durante este su
primer viaje a las islas gaditanas, no quiso dejar de acercarse al famoso templo
para conocer. Antes que él, y desde época muy remota, lo había visitando muchos
viajeros, entre los que se contaban personajes ilustres. Era para él, además,
visita obligada por razones muy personales. Sabia que Alejandro Magno, al que
todo admirador, antes de emprender la conquista de Tiro había querido ir a su
santuario de Melqart para ofrecer sacrificios a este dios de quien el macedonio
creía descender. Quizás supiera también César que el otro Magno Pompeyo, su
Alejandro más próximo, había visitado el templo gaditano cuando estuvo en la
provincia. Y él mismo, hacia ya algunos años, había escrito una pequeña obra poética
en honor de su dios, la titulada “Elogio a Hércules”.
Lo que se cuenta que le sucedió a
Julio César cuando visitó el célebre templo de Gades es que al ver una estatua
del gran héroe griego que se encontraba allí erigida, como avergonzado de su
inactividad, se había echado a llorar, lamentándose de que a la edad en que el
macedonio había ya conquistado un gran imperio, él no había hecho todavía nada
digno de memoria. La contemplación de aquella estatua, acaso un original de
Lisipo y enmarcada por el impresionante escenario del santuario, debió de
significar para este joven romano de extraordinaria emotividad el toque final
de una crisis que vendría gestando en su alma desde muchos años atrás.
Como síntoma claro de su nuevo
estado de ánimo, con entusiasmo, y preso de un incontenible deseo de actuar,
pidió inmediatamente, nada más volver a Corduba, que se relevase de su cargo.
Quería marcharse cuanto antes a Roma donde pensaba hallar las oportunidades de
mayores empresas.
Julio César no volvió a España
hasta el año 61. y lo hizo con ocasión de su primera promagistratura. Después
de haber sido pretor en Roma, le había correspondido de nuevo la provincia
Ulterior, auque ahora, y como era lo normal, para ocupar su puesto más
importante, el gobernador, y en calidad de procónsul.
A César, desde un punto de vista
personal, su cargo podía resultarle de gran provecho para su carrera política.
Su próximo objetivo era, naturalmente, el acceder al consulado, única manera de
entrar en el círculo de los verdaderos príncipes civitatis, deseaba conseguirlo
cuando antes, a ser posible en su año, primero en que podía ser elegido, y que
coincidía, precisamente, con la terminación de su mandato, la mejor forma de
obtenerlo era volviendo a Roma envuelto en la gloria del triunfo, y con los
fondos suficientes para poder gozar de cierta capacidad y autonomía
financieras, algo tan esencial en las luchas políticas de su tiempo.
La provincia que le había tocado
en suerte se prestaba muy bien a sus propósitos, Roma, pese a que sus legiones
llevaban siglos y medio en la
Península, aún no había podido completar la conquista de los
territorios ibéricos noroccidentales.
Animado, pues por este proyecto,
nada más llegar a corduba y sin querer ocuparse de otros menesteres que
pudieron distraerle de su principal objetivo, César comenzó enseguida a
preparar sus tropas. De modo que a los pocos días había ya completado su
ejercito y partido, quizás después de haberse acercado hasta el Templo Hércules
de Gades para rogar a los dioses por el éxito de su empresa, a la cabeza de sus
legiones camino de Lusitania.
En el curso de la campaña, César
expidió correos a Gades ordenando a sus habitantes que le enviaran una flota
con la que poder poner fin a la desagradable situación en que le había puesto
un grupo de lusitanos que, huyendo de él, se había refugiado en una pequeña
isla cercana a l costa atlántica. Por el tipo de tratado que mantenía con Roma,
Gades estaba obligada, entre otras cosas, a suministrar a sus aliados las
tropas y los navíos que en cualquier momento éstos necesitaran.
Es posible que Cornelio Balbo,
amigo del gobernador como se sabe, no fuera ajeno a estos preparativos, y que
incluso formara parte de la expedición, era un buen conocedor del terreno y
experto navegante, podía ser gran ayuda en la dirección de las operaciones.
Días más tarde de flota se
hallaba ya a disposición de César. Por lo que éste sin más pérdida de tiempo,
pasó a la isla y, sin combate, ya que se encontraban agobiados por la flota de
recursos y de provisiones, redujo con facilidad a los rebeldes. Aprovechando
los navíos que tenía en su poder, embarcó de nuevo a su ejército y mandó que
pusiera rumbo norte, hacia las costas de los casi desconocidos galaicos.
Navegando por las mismas singladuras que siguieron desde siempre los
experimentados comerciantes del Suroeste, fue César a la conquista de un
territorio nuevo y enclavado en lo que constituía la zona de expansión natural
de su provincia.
De regreso a Corduba, César se
dedicó a resolver los asuntos que dejara pendiente por razón de su campaña.
Entre las personas que le asistieron en su tarea, es muy probable que se
hallara Cornelio Balbo. Por su capacidad
y buen sentido, el gaditano, quien a raiz del episodio naval quizás fuese
nombrado por primera vez praefectus Fabrum, se estaba ya convirtiendo en uno de
sus hombres de confianza. Así que debió de ser por su intervención, estaba al
igual que otras provinciales influyentes, interesado en participar con plenitud
del mundo nuevo que Roma le ofrecía, por lo que los habitantes de Gades vieron
durante estos meses de gestión de César, cómo se iniciaba la modificación de sus
costumbres más ancestrales. La asamblea de la ciudad había decidido que algunas
de sus leyes internas, ya anticuadas y bárbara, fuesen abolidas de su
constitución. Era conveniente que gades acabara de adaptarse por fin al estilo
de vida romano, más moderno que el suyo y llamado a imponerse en toda la cuenca
mediterránea.
Se desconoce el carácter
específico de las leyes, no obstante es posible que una de ellas se ocupara de
prohibir una costumbre que, al parecer, existía en la ciudad, y que estribaba
en quemar vivos a ciertos condenados a muerte, y otra estuviese destinada a
prohibir también los sacrificios humanos, tan habituales éstos entre muy
diversos pueblos del mundo antiguo, incluidos algunos ibéricos, y que, estando
como estaban tan vinculados a la religión feno-púnico, no es de extrañar que se
realizaron igualmente en Gades. Sobre todo el llamado sacrificio molk,
consistente en inmolar niños a los dioses.
Desde el momento en que estas
leyes se promulgaron la ciudad, en su conjunto y públicamente, abandonaría unas
prácticas tan poco acordes con los gusto de Roma.
La tercera vez que Julio César
vino a España fue en el año 49, después de haberse hecho con Italia en pocos
días y de haber decidido que era mejor invadir la Península Ibérica
que perseguir a Pompeyo, que había embarcado en Brundisium rumbo a Grecia.
Mientras César se enfrenta en el
Sagre el puesto del ejercito pompeyano, Marco Terencio Varrón, legado de
Pompeyo en la Ulterior,
tomaba en su provincia las medidas militares y policiales, encaminadas a frenar
a los filocesarianos que en ella residían. Como era de esperar, Gades se vio
particularmente afectada por estas medidas. Se sabe que se le impulso, junto a
una guarnición formaba por seis cohortes, la autoridad de Cayo Galonio, hombre
de confianza del legado; que se le ordenó construir diez navíos de guerra; que
se trasladó a ella el tesoro del Templo de Hércules y que todas las armas,
tanto públicas como privadas, se depositaron en csa del mencionado Galonio.
Cuando supo que el ejercito del
Segre había sido forzado a capitular, Varrón, sin perder de vista que era
preciso retener lo más posible a César en la Península al objeto de
dar a Pompeyo el suficiente tiempo para que pudiera reorganizarse en Oriente,
decidió, mejor que presentar batalla a su enemigo, retirarse y hacerse fuerte
en algún punto inexpugnable de su territorio. Para ello, pensó en trasladarse a
Gades con sus dos legiones y concentrar allí los navíos que había mandado
construir y todo el grano que había logrado almacenar.
Su plan no era tan malo,
asegurada la fidelidad de sus tropas con buena paga y buena alimentación, en el
concilum que se celebró poco más tarde, y no mucho después de que el legado se
entregara a la merced de César, este dio las gracias a todos los que de alguna
manera le había facilitado las cosas. A los gaditanos, expresamente, por haber
desbaratado con su conducta los proyectos de su adversario. Y, haciendo honor a
la magnanimitas que el se esperaba, condonó las contribuciones impuestas por
Varrón y restituyo los bienes confiscados, al tiempo que concedía honores a
algunas y llenaba de buenas esperanzas a los demás.
Tras haberse detenido un par de
días en Corduba, César salió para Gades. Tenía la intención, aparte de la
esperar allí la llegada de su lugarteniente Casio Longino, a quien pensaba
poner al frente de la provincia, y de embarcase después rumbo a Tary tanto que
llegan y son tan inoportunos, que joden un montón! Tarraco,
la de resolver algunos otros asuntos, uno de los cuales era incluso de carácter
muy particular.
Una de sus primeras medidas
consistió en ordenar que el tesoro y los exvotos del templo de Hércules fueran
devueltas a sus sitio. Encontrándose tan cerca del famoso santuario, con el que
se sentía además ligado por tanto motivos, no quiso desaprovechar la ocasión
para que le interpretaron un sueño que había tenido a comienzos de aquel mismo
año, exactamente la noche que precedió al paso del Rubicón, durante aquellas
horas difíciles en que tuvo que tomar la decisión de levantarse en armas contra
el gobierno senatorial.
Hallándose como se hallaba ahora
en Gades, y disponiendo de unos cuantos días de descanso, los primeros desde
que comenzaron la guerra.
Así, que César, con este
propósito, se desplazó al santuario, y allí los sacerdotes le explicaron que su
sueño era un presagio de que alzaría con el imperio de las tierras del orbe.
Del mismo modo que los sacerdotes
de Delfos, hacia ya muchos años, vaticinaron a Junio Bruto que inauguraría la República de Roma, la
nueva madre de Occidente frente a la vieja madre oriental, los de Gades ofrecían
ahora a Julio César, augurándole tan gran poder, nada menos que un gobierno
absoluto sobre todo la superficie de la tierra, la posibilidad de abrir un
nuevo camino, de inaugurar una nueva madre, una madre que abarcara tanto a
Roma, la madre occidental de Bruto, como a la antigua madre de Oriente.
El sacerdote del Herakleion,
consciente de la realidad política y de los tiempo que habían de venir.
Adelantándose así a los hechos, se garantizaba el agradecimiento y el apoyo del
hombre que, por su previsible triunfo final, estaba llamado a ser el dueño del
mundo y, por lo tanto, el mejor fiador imaginable del bienestar de la ciudad de
Gades, o más apropiadamente, de su oligarquía comercial, que era la que
suministraba de entre sus miembros el personal del templo.
Agradecido por el vaticinio que
se le acabada de hacer, y en parte correspondiendo a la fidelidad que había
demostrado a su persona al impedir que Varrón pudiese materializar sus planes
de resistencia, César recompensó a Gades concediendo la civitas romana pleno
iure, a todos sus ciudadanos. Esta medida, tres meses más tardes y estnda ya
César en Roma, sería ratificado por el Senado.
Desde ese momento, los gaditanos
comenzarían a organizarse de acuerdo con su nueva situación y en orden a recibir
el ius municipales.
Las tradicionales suffetes se
convertirían pronto en quat-tuarviri, los magistrados habituales de los nuevos
municipios romanos a partir de la Guerra
Social, y el típico senado semita, en la curia municipal
propia del mundo romano. Y no mucho tiempo después, Gades funcionaría ya, plena
y jurídicamente, como el municipium de derecho romano que era, César estuvo
siempre bien dispuesta a conceder privilegios jurídicos y a extender la civitas
a las provincias, actitud que le supuso, en más de una ocasión, ganarse el
reproche de los conservadores. Se había echo conferir la ciudadanía romana a
todos los habitantes de la Cisalpina. En
el caso de Gades, no hacía sino continuar con dicha política, a la vez que
dejaba bien claro que estaba decidido a premiar con el derecho de ciudad a sus
aliados más activos. La ciudad había demostrado siempre ser una fiel aliada de
Roma, muy especialmente a lo largo del presente siglo de lucha, durante las
cuales había aportado a la causa gubernamental muchos recursos, tanto
materiales como humanos, poniéndose abiertamente de su lado, Gades convertía a
César en el heredero de esa fidelidad tanto tiempo mantenida ala legalidad
romana. No podía dejar de recompensar el comportamiento de los ciudadanos de
Gades.
César tuvo en cuenta a la hora de
conceder la civitas a sus habitantes, a más de las razones señalados a las que
podían añadirse incluso algunas de índole personales, como el buen recuerdo que
de la ciudad tenía de su cuestura y de su etapa de gobernador en la provincia,
o como la íntima amistad que profesaba a la familia de los Balbos.
Desde un punto de vista militr, a
César le interesaba conserva a todo trance la fidelidad de una plaza que, en
caso de oponérsele y bien protegida por tierra y por mar.
La existencia de un foco enemigo
en un lugar como la isla gaditana, tan distante, bien defendida y en el fondo
de la bolsa occidental, no podía acarrearle más que consecuencia muy graves,
como así lo había visto claramente Varrón cuando planeara resistir encerrada en
ella.
Desde el punto de vista
económico, la ciudad era un magnifico y activo puerto. Su grupo social más
diligente, el de los grandes comerciantes, poseía un considerable poder
financiero, y a César le interesaba, lógicamente, mantenerlo a su lado.
Con la civitas, estos hombres del
dinero, además de los privilegios que les facilitaba su promoción política,
recibían otros de carácter económico que, al permitirles actuar legalmente en
el ámbito de la romanizad, les compensaban de la pérdida sufrida de su
monopolio nordatlántico a partir de la conquista de las Galias. En pago de su
gesto, la banca gaditana. En más de una ocasión y por medio de Cornelio Balbo,
apoyaría en adelante con sus fondos la causa política de César.
La última visita de Julio César a
España fue también por razón de la guerra. La Hispania Ulterior,
la provincia que poco antes se le entregaba sin luchar se había rebelado. César
salió de Roma a finales del año 46 para emprender la que sería su última
campaña. También, ésta se resolvió, después de una prolongada guerra de
posiciones entre Corduba y la llanura de Munda, en una decisiva batalla, que
tomó su nombre y que se libró el día 17 de marzo del 45.
Tras la toma de Corduba y de
Hispalis, César se acercó hasta Gades para recibir personalmente de ella la
confirmación de su fidelidad. La ciudad en efecto, había permanecido de su
parte a lo largo de todo el conflicto y su puerto había servido de base de
operaciones a su puerto había servido de base de operaciones a su escuadra
desde que ésta, al mando de Didio, arribara a la Península procedente de
Cerdeña.
Esa lealta, sin embargo, no sería
óbice para que César reclamara ahora a los gaditanos una buena parte del dinero
atesorado en el Templo de Hércules.
Necesitaba, por lo visto,
abundantes fondos para financiar una campaña que venía preparando desde hacia
varios años, la campaña contra (los partos)
los puertos.
Fuente a Lucio Cornelio Balbo en Cádiz
(Libro Cádiz en su
historia por Manuel Ferreiro López) de la Biblioteca José Celestino Mutis